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Lo imbebible no se paga

Madrid, 20 sep (EFE/Cocina.es).- Todos hemos tenido que pasar alguna vez por la nada agradable situación de devolver una botella de vino, una vez abierta y catado su contenido, en un restaurante; es una situación violenta para el que devuelve la botella y el que la recoge, pero que, por fortuna, cada vez se da con menos frecuencia.

Hubo un tiempo, sin embargo, en que «se llevaba» presumir de entendido en vino devolviendo alguna gran botella. Yo recuerdo, de aquel gran «El Amparo», de Carmen Guasp, una noche en la que el excelente sumiller que era Luis Miguel Martín pasó a nuestro lado con la cara literalmente demudada y una botella en la mano. Había confianza, así que le preguntamos qué había pasado.

Nos enseñó la botella. No recuerdo, tantos años después, si era un Latour o un Lafite, pero era uno de esos dos ilustrísimos Burdeos. Hizo un gesto hacia la mesa de la que venía: «dicen que está malo», lamentó.

Eran dos personas las que ocupaban la mesa «exigente»: uno de aquellos ejecutivos treintañero que llamábamos «agresivos» y una joven que no desentonaría hoy en ningún programa de cierta TV generalista. Estaba bastante claro: el caballero quería impresionar a la suripanta, y devolver un gran vino le pareció un sistema convincente. ¡Ah! El vino nos lo bebimos nosotros, y estaba impecable.

Hoy suele haber pocos motivos para rechazar una botella.

Generalizando y evitando entrar en temas para especialistas, tipo TCA o brettanomyces, hongo que puede ser tan beneficioso en una cerveza -lo tiene la ‘Guinness’, por ejemplo- como dañino para el vino y la bodega, a la que puede causar un serio quebranto económico -Vega Sicilia y Riscal saben algo de esto-, la causa más frecuente de devolución es que el vino esté «acorchado», es decir, que algún problema del corcho haya pasado al vino.

No queda otra solución: eso no se puede beber. Ya es bastante raro que aparezca en la mesa una botella con el vino oxidado, o con defectos de conservación… aunque a veces pasa.

Pero rechazar una botella, aunque no sea un trago agradable, no es un drama. Lo hace uno educadamente, la recoge el otro en el mismo plan, y santas pascuas; lo normal será que el propio bodeguero reponga esa botella.

De ahí mi asombro cuando, hace unos días, comiendo en un gran restaurante madrileño, la responsable de la sala, de cuya palabra no tengo la menor duda, me comentaba lo que le había sucedido en un establecimiento hostelero, lejos de Madrid, que goza de cierta fama.

Cuando pidió la carta de vinos, observó con estupor que una nota advertía de que el propietario no se hacía responsable del estado de los vinos cuyo precio fuese superior a los 60 euros la botella.

Vamos, que si el cliente le devolvía la botella porque el vino no estaba bueno, se la cobraba igual. Razonamiento: el que pide un vino de 60 euros es un caprichoso y, además, tiene dinero, así que… que lo pague.

Mi informadora me comentó, además, que muchos de esos vinos estaban en la propia sala, en diversos anaqueles, expuestos a la luz y el calor de los focos… O sea: que, en un elevadísimo porcentaje de probabilidades, el problema que pudiera presentar alguno de esos vinos de gama alta sería exclusiva responsabilidad del propietario del restaurante. Que lo sabe, y sabe que la bodega no va a hacerse responsable de esas botellas en mal estado, porque no es culpa suya, sino del restaurante.

En consecuencia, y como la pela es la pela, y él no va a pagar ese vino ya abierto, que sea el «rico caprichoso» de turno quien lo haga. Si esto no merece el adjetivo de «impresentable», no sé para qué reservarlo.

Aunque, bien mirado, el cliente se lo habría ganado casi a pulso; una, por pedir un vino de ese precio en una pizzería, por muy «acrobáticas» que sean sus pizzas; y dos, sobre todo, por osar meterse en berenjenales con el vino en un local en el que el vino está a la vista.

Si el comedor, o la barra, están en las condiciones perfectas para el bienestar del ser humano, distarán mucho de estarlo en las requeridas para la correcta conservación del vino. En locales así no se puede pedir un buen vino: no hay la menor garantía de que esté en condiciones. En los establecimientos que cuidan el vino, éste no se ve hasta que se lo traen a uno a la mesa.

Esto aparte, usted no está obligado a pagar esas botellas, se ponga como se ponga el patrón, que sabe que si el vino está malo es por su culpa. Ya puede llamar a la Guardia Civil o a los gendarmes: el género servido no es el anunciado, está deteriorado, y punto: que se lo beba el propietario, si tiene paladar de corcho y nariz castrada, y afronte el gasto, que no es más que el castigo a su desprecio por el vino.

Pero vamos, hacer que lo pague el cliente… hasta ahí podríamos llegar. Algunos no se han enterado todavía de que el cliente es más, bastante más, que el «pagano» a quien se puede esquilmar impunemente. Y ya va siendo hora de que lo sepan.

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