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Harina, agua y un poco de magia

Madrid, 10 oct (EFEAGRO).- Hace unos días estaba yo en casa prestando una atención relativa a un programa de Canal Cocina protagonizado por la cocinera austríaca afincada en Berlín Sarah Wiener, a quien su recorrido por Italia había llevado a Treviso, en el Véneto, la patria del «radicchio» o achicoria roja.

Wiener anunció que iba a preparar un Strudel relleno con esa achicoria, lo que llamó mi atención. En efecto, de la cocina austríaca lo que más me gusta es la repostería, con dos cumbres: la tarta Sacher o Sachertorte y el Apfelstrudel o Strudel de manzana, del que solía abastecerme cerca de mi antigua casa, en la madrileña pastelería Edelweiss.

Ahora se me proponía un Strudel, palabra que puede traducirse por remolino o torbellino, de esa especie de achicoria rojiblanca de Treviso. Podía ser interesante, pensé. Pero lo que nunca pude imaginar fue la masa que preparó Wiener: partiendo de una bola de masa hecha con 300 gramos de harina, tres cucharadas de aceite, un decilitro de agua fría, un huevo y una pizca de sal, y del tamaño de un puño grueso, elaboró a base de rodillo, primero, y mano y brazo, después, una especie de mantel finísimo de más de un metro cuadrado de superficie.

Una masa realmente etérea, en la que luego colocó su guiso de achicorias rojas (más bien rojiblancas) de Treviso cocinadas con tocino y un toque de romero; enrolló la masa sobre sí misma, pintó su superficie con mantequilla derretida y horneó su Radicchiostrudel, que sirvió con una salsa de gorgonzola con nueces.

Tenía muy buen aspecto: apetecía, cosa que no siempre pasa con los platos que se elaboran en los programas de cocina en la televisión; vamos, que más bien no pasa casi nunca.

Los Strudel parecen proceder, como tantas otras delicias, de la cocina de Bizancio; es curioso que cuando se habla de las cocinas del Oriente Próximo la gente se refiera, como antecedente, a la cocina del imperio otomano, cuando debería hacerlo a la del imperio romano de Oriente; es decir, al más que milenario imperio bizantino.

En cuanto a la masa para el Strudel, es normal que se trate de prepararla lo más fina posible: vamos a enrollar el pastel sobre sí mismo, lo que hará que se superpongan varias capas de masa, lo que, al corte, dará aspecto de hojaldre, sin serlo. De todos modos, se aprecia la masa fina y elástica, hasta el punto de que los pasteleros austríacos y alemanes suelen decir que la masa de Strudel perfecta sería aquella a través de la cual pudiera leerse un periódico.

Lo mismo exigen los expertos que ocurra con la pasta brick, de la que son necesarias varias capas para elaborar ese gran plato marroquí que es la pastela. Al igual que en el caso anterior, y pese a que la elaboración de la masa es completamente distinta (esta no se extiende), al corte el aspecto es el de una masa hojaldrada, sin serlo. El hojaldre es otra cosa, sobre cuya invención no hay acuerdo: hay quien cree que ya lo conocieron los egipcios, aunque parece tener más peso la hipótesis de su creación por algún pastelero de la corte bizantina.

En fin, quería decir que la preparación de estas masas tiene, para mí, algo de magia, sean hojaldradas o no, se extiendan o no, sean o no leudadas. Que un poco de harina, con agua y algún otro ingrediente, pase a convertirse en esas sutilísimas hojas que recuerdan más a los velos de los que se despojó Salomé ante su tío y padrastro Herodes Antipas, que a un envoltorio que no permita adivinar lo que encierra, no deja de parecerme milagroso, mágico, misterioso y… trabajoso.

Las masas, con el aumento del nivel de vida, han adelgazado. No es lo mismo la masa que usamos para hacer buñuelos, o ponerles gabardina a unas gambas, que la especie de gasa en la que envolvemos mariscos o verduras cuando preparamos una tempura, preparación que no debe ocultarse bajo ningún kimono, por artístico que este sea.

La misión de todas estas masas es servir de envoltorio, lo más atractivo posible, a un magnífico guiso, se trate de una pastela marroquí de pichones, de un Radicchiostrudel o de un tentador Apfelstrudel, el clásico de los clásicos centroeuropeos con su relleno de compota de manzana, canela, pasas y azúcar.

Antes, en los duros tiempos del hambre, la masa podía ser la mitad del plato: la harina siempre ha llenado mucho, calma el apetito, estira los platos.

Hoy, cuando los grandes cocineros han desechado uno de los usos tradicionales de la harina, que era ligar las salsas, le queda un lugar de honor en la pastelería, dulce o salada; pero hay que usarla con ciencia y con mesura. Es… el papel, de lujo si se quiere, pero papel, que envuelve al regalo.

Caius Apicius.

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