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Corazón de León, hambre de pollo

Madrid, 7 nov (EFEAGRO).- A aquellos que cuando eran niños y se les hacía dibujar un pollo lo representaban ya decapitado y desplumado, listo para asar, les extrañará saber que esa ave tan poco valorada hoy fue, hasta la generación anterior a la suya, una encarnación del lujo gastronómico a la altura de, pongamos, la langosta.

En cambio, quienes crecimos deleitándonos con las andanzas del Carpanta de Josep Escobar, cuyo sueño inalcanzable era un pollo asado, sabemos lo que significaba llevar uno a la mesa: era plato de días muy señalados, que además solía generar bastantes conflictos emocionales porque lo normal era que el pollo llegase vivo a casa y el pequeño de la familia lo tuviese más por compañero de juegos que por presunto manjar… que, una vez cocinado, se negaba en redondo a comer.

Pero el pollo, aunque hoy no lo aprecie nadie si no le ponemos apellidos, origen y pedigrí, fue hasta hace nada comida de poderosos, vetada al pueblo llano salvo que éste fuera propietario de un gallinero, y aún así serían más los pollos que vendería que los que consumiría en casa. Daban dinero, los pollos. Y las gallinas, que son fábricas de huevos y pollos, más.

Esa alta consideración del pollo viene de muy atrás. La Europa carnívora se saciaba más con cerdo que con aves de corral; éstas eran bocado demasiado refinado, «caviar para el vulgo», como hace decir a Hamlet Shakespeare.

Juzguen, pues, la cara que se les pondría a unos soldados del duque Leopoldo V de Austria, quizá el más importante elector del Sacro Imperio de la época, cuando, a finales del siglo XII, sorprendieron en los aledaños de Viena a un individuo con traza de peregrino mendicante que, pese a su aspecto zarrapastroso, insistía en las posadas en que se le sirviese pollo asado.

¡Pollo asado, nada menos, que ellos, fieles servidores del duque, no cataban nunca! Por si sí o por si no, lo detuvieron y lo llevaron ante su señor. Para Leopoldo, fue como si le hubiese tocado la lotería, porque el falso peregrino era nada manos que Ricardo I Plantagenet, rey de Inglaterra, conocido por el sobrenombre de «Lionheart», Corazón de León.

El vienés tenía algunas cuentecillas que saldar con Ricardo. Habían sido compañeros en la III Cruzada, junto con el rey Felipe II de Francia, y habían acabado como el rosario de la aurora. Para empezar, un primo de Leopoldo, Conrado de Montferrat, fue proclamado por los cruzados rey de Jerusalén, pero no llegó a ser coronado: lo sacaron del medio antes. La versión oficial señaló como culpables a los fanáticos de la Secta de los Asesinos del famoso Viejo de la Montaña; pero por detrás se dijo que el instigador había sido Ricardo, que tenía candidato propio.

Por si esto fuera poco, cruzados ingleses arrojaron al foso de la fortaleza de Acre el pendón que los hombres de Leopoldo habían izado junto a las enseñas reales de Francia e Inglaterra. El austríaco se enfadó y les dijo a Felipe y Ricardo «ahí os quedáis»; Felipe, poco después, también se marchó y dejó solo a Ricardo ante Saladino.

Ricardo pacta la retirada y vuelve a casa… o eso intenta. Como Ulises, naufraga. Dos veces. Decide seguir por tierra, disfrazado. Y su ansia de un bocado regio le pierde. Leopoldo lo encierra en una fortaleza y fija un rescate fabuloso. En Inglaterra, el hermanito de Ricardo, el príncipe Juan, luego llamado «sin Tierra», remolonea.

Y ahí aparece -tachán- Robin Hood, el arquero de Sherwood, decidido partidario del rey Ricardo, nadie entiende por qué, pues los Plantagenet son normandos y oprimen a los sajones, y Robin Hood (o Robin de Locksley, o Robín de los Bosques) es sajón. Pero se vuelca en asegurarse de que el rescate llegue a buen puerto, y en las películas aparece, al final, Ricardo, como una especie de «deus ex machina», para arreglarlo todo a satisfacción de Robin.

Así Ricardo, que era un pájaro de cuenta que se peleó hasta con su padre, pudo regresar a casa y quedar como el bueno de la película. En Inglaterra le dio tiempo a proclamar como lema de la corona el «Dieu et mon Droit» (Dios y mi derecho) que sigue hoy campando así, en francés, en las armas inglesas. Poco estuvo en su reino principal: menos de uno de los cuarenta y un años que vivió.

Porque murió, en efecto, joven, de una manera bastante estúpida: cuando inspeccionaba el asedio de un castillejo francés de poca importancia, un chico le disparó con su arco, más que nada por probar. Le dio. La herida no era mortal, pero los cirujanos de la época se encargaron de que lo fuese. Y allí, en el campo, pero no en la batalla, acabó la vida de uno de los reyes ingleses cuyo nombre conoce todo el mundo.

Una flecha de pruebas… Ya sería el colmo que las plumas de esa flecha hubieran sido de pollo.

Caius Apicius.

Foto: Osorojo

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